No tengo casa a la que volver ni esperanza de la que colgarme por eso camino.
Las casas se derrumban a mi paso la tierra es una alfombra de escombros. Me detengo a admirar la belleza de las palas mecánicas los movimientos de las excavadoras me erizan de deseo. De noche las contemplo: los perfiles inmóviles de las palas descansando sobre el cielo azul cobalto al lado de la luna de luz nacarada son aún más hermosos que los brazos de los hombres que las manipulan y las excavadoras con sus enormes bocas abiertas y llenas todavía de tierra y escombros parecen enormes animales muertos.
Mis padres me enseñaron a no tener nunca nada. Ellos me enseñaron a no volver nunca a casa a no decir nunca esta casa es mía aquí me quedo yo en este lugar que amo.
Cierro la puerta y no necesito mirar atrás para saber que la casa ya no existe más. En ninguna parte sin hablar con nadie estoy pero si nos cruzamos puedo enseñarte a caminar sonriente sobre la desolación.
Abelardo tenía la experiencia de alguien que ha vivido y sabía contar historias. Solíamos pedirle que leyera, poseía una voz armoniosa. Era nuestro referente en el taller literario y muy divertido. De buenas a primeras dejó las clases y todos echamos en falta su entusiasmo extravagante.
Un día lo vi por casualidad y quise saber…
─No le cuentes a nadie ─me dijo en voz baja─ me enamoré de la muchacha de mi novela, escribimos un texto sin protección…caímos en la tentación de las letras…
Casi en secreto, en solitario, cuando algo te preocupa lo bastante como para callar, aun los pocos que te quieren no saben, no pueden saber lo que sientes, es como si el cariño no fuera capaz de arroparte lo suficiente. Estás solo, solo para armarte de valor, para hacer frente al miedo que intenta dominar, solo para amarte, y te haces fuerte y te dices a ti mismo que sí, que podrás hacerlo. Que no hay más que aguantar el chubasco. Y llega un mensaje de alguien que te quiere y te dice "que todo irá de maravillas" "y le digo,te tomo la palabra". Y luego otro de un ángel que te dice que pensará en ti todo el tiempo. Y al fin te haces fuerte, y allí estás, no hay vuelta atrás, escondemos el miedo donde no lo vemos, ya no nos asusta. Me aprietas fuerte la mano, me sonríes. Todo está bien.
Me quedo dormida, un sueño dulce, ya no tengo miedo, cuando despierto te veo, no sé cuánto tiempo ha pasado, me sonríes, hay personas cálidas y cariñosas que me miman, me cuidan, me dicen que ya pasó, que estoy de vuelta.
El avión está a
punto de despegar con destino a Buenos Aires. Han pasado treinta y siete años.
Soy Laura P.
Esa fatídica
mañana mi bebé tomaba su biberón, jugábamos y nos reíamos. Estaba recogiendo
las tazas del desayuno cuando lo cotidiano se interrumpe, fuertes golpes y gritos en
la puerta de entrada me sobresaltan:
«¡El Ejército,
abra la puerta!»
Más patadas y gritos.
Asesinatos, torturas, desapariciones, todo viene a mi memoria en un instante.
Corro por el pasillo con mi pequeña llorando. No puedo pensar. Intentaba saltar
el muro de atrás y veo a Mabel, mi vecina que toma a mi hija en sus brazos y la esconde en su casa.
Se escucha un
disparo. Los demás vecinos a puertas cerradas.
Soy apresada y
obligada a fuerza de golpes a entrar en una furgoneta, me vendan los ojos y me
atan las manos. Lloro y grito desesperada pidiendo clemencia por mi hija,
mojando la venda que me cubre los ojos.
Calculo que anduvimos unas quince o
veinte cuadras. Se detienen unos minutos y regresan con otra persona, no
escucho su voz, solo la de ellos, no entiendo lo que dicen. Creo que son cuatro
o cinco militares.
A golpes e
insultos nos tiran en el suelo de la furgoneta.
Llegamos a un
lugar, a empujones y más golpes entramos en lo que parece ser una casa. Aun
sin ver, presiento donde vamos, a uno de los llamados Campos de
Concentración, que los militares represores y adueñados del gobierno y de la
vida tienen por toda Argentina.
Al otro día me
interrogaron, me insultaron y humillaron como mujer, uno de los torturadores me puso una pistola en la cabeza y apretó el gatillo, me dijo que le contara todo lo que
sabía.
Juré llorando que no sabía nada, que era un error, eso enfureció aún más al
torturador. Me golpeó en la espalda y me decía que tratara de recordar, que si no sería mucho peor.
Se escuchaban gritos de dolor durante la noche.
«Agua señor, por favor» «Un trozo de pan,
señor».
Vivíamos en condiciones infrahumanas unas veinte personas. El número
variaba conforme se iban unos y venían otros. Había que estar siempre con los ojos vendados, sobre un colchón maloliente, casi siempre con las manos atadas. A los hombres les ponían las esposas. Nos vigilaban todo el tiempo. No
se dejaban escuchar por momentos, pero nos vigilaban cada movimiento.
Tenían cuatro turnos, aprendí a reconocer las voces de cada uno.
Una noche trajeron a un
chico nuevo, casi un niño, lo tuvieron colgado de los brazos y sumergido en un
pozo de agua, luego lo dejaron toda la noche de pie, desnudo y esposado, al lado de
mí. Lo golpearon brutalmente. Cada tanto entraba uno y lo golpeaba, se reían y decían que estaban aburridos. Pasábamos hambre todo el día y nos daban apenas un poco de agua.
Una sola vez
al día nos dejaban ir al baño, era humillante, los guardias nos observaban e insultaban.
Nos permitían bañarnos solo cada quince días, estábamos muy sucios, no nos dejaban ni lavar
las manos. A los hombres los mojaban con mangueras, como si fuesen animales.
Un día por la mañana se
llevaron a Elizabeth C. una chica de 26 años y a su novio. Escuchamos que
habían sido encontrados muertos, en un supuesto «enfrentamiento». Todos sabíamos que habían sido asesinados.
Era tal la
desesperación que cuando los guardias entraban y preguntaban quién quería ser
trasladado, algunos decían:
«¡¡Yo quiero!! ¡por favor llévenme!!»
Ni imaginaban su destino, creo que ya no les importaba.
Solo pensaba en mi hija, me daba fuerzas
para seguir viva.
Un día sucedió un
imprevisto, entró un militar y a gritos preguntó:
«¿Hay alguno que sepa entender
el idioma de esos gringos de mierda, esos que hablan inglés?»
Dije que podía hacerlo, el corazón me latía muy fuerte. Me llevaron con violencia a una
habitación, me quitaron la venda de los ojos. Me dolía la luz que entraba por la
pequeña ventana, me echaron agua fría en la cara y me dieron un trapo sucio para que
me seque. Todos los militares estaban encapuchados. Cada dos o tres días me llamaban para
traducir noticias que llegaban del exterior, así pude pasar unas horas sentada y descansar un poco. Cuando acababa con lo que me pedían, todo seguía igual.
Trajeron a una chica embarazada de siete meses, Eugenia R. le aplicaron picana eléctrica en el
vientre. Un mes antes de dar a luz le permitieron caminar alrededor de una mesa
con los ojos vendados. El día que nació su hijo fue «asistida» por los guardias,
no me dejaron que la acompañe, fue terrible. Del bebé se adueñó uno de los
represores. Uno más de los miles de niños que arrebataron sin piedad a sus madres. No estaba permitido hablar con nadie, un día me descubrieron y recibí castigo, me dejaron desnuda y un
chorro de agua fría me caía en la cabeza por horas.
Pasé casi
tres años en cautiverio en diferentes lugares. Un día por la mañana vino un enfermero y
me dio una inyección. Dos soldados me llevaban arrastrando, me subieron a un
vehículo, no sabía bien qué era, tenía mucho sueño, el ruido del motor se escuchaba muy
fuerte. No puedo recordar, perdí el sentido.
Luego de un tiempo que no pude precisar detuvieron el vehículo y otra vez los gritos:
«¡¡Salte, vamos, salte maldita sea, hija de puta!!»
Apenas
pude darme cuenta de lo que pasaba.
«¡¡Salte!! Bueno, entonces te vamos a
ayudar!».
Risas e insultos.
Imploro: «¡Por favor, no!!».
Debía ser el llamado vuelo
de la muerte, desde un avión obligan a las personas a saltar al mar, o un simulacro...
«Esto te
pasa porque tenés mala memoria y no quisiste contarnos nada»
Veo la carita
de mi hija. Me empujaron, no recuerdo más.
Sentía un frío
atroz, temblaba, estaba sola, mi cuerpo sobre la maleza, no me podía mover, no
tenía fuerzas. Mi mente no respondía.
«¿Me habían liberado, estaba viva?».
Pasaron muchas horas, no sé cuántas..
Me encontraron dos muchachos
al anochecer. No podía hablar, estaba tan débil que no tenía aliento ni para decirles mi nombre. Me ayudaron, me llevaron a su casa, no podré nunca terminar de agradecerles todo lo que hicieron por mí, les debo mi vida.
**********
Nos preparamos
para aterrizar en el aeropuerto de Ezeiza. Me invaden sentimientos
inexplicables y contradictorios. Solo me espera Ana L. periodista y mi amiga de toda la vida.
Respiro hondo, el aire tibio inunda mis pulmones. Es primavera en Buenos Aires.
Ana viene a mi encuentro, nos abrazamos muy fuerte.
─¿Cómo has estado
Laura?
─Sobreviviendo Ana, sobreviviendo..
(Escrito y dedicado en homenaje a la memoria de las
treinta mil víctimas. Para no olvidar.)
"Formentera Lady" es una película española que se desarrolla en la isla del mismo nombre. Samuel es un hombre que vive en la isla del archipiélago balear desde la década de los setenta, él ha sido un hippie desde entonces. Esta vida tranquila se ve perturbada cuando aparece su hija Anna junto a su nieto Marco. Samuel deberá hacerse cargo del niño y tendrá que aprender a hacer lo que nunca antes había hecho: cuidar de alguien.
Escrita y dirigida por Pau Durá, es un film dramático con algunas pinceladas de humor. El director catalán logra contarnos una hermosa historia sobre la responsabilidad sin apelar al melodrama y con un gran contenido. José Sacristán en el personaje de Samuel y Nora Navas como Anna, su hija. El niño es Sandro Ballesteros. Tenemos la oportunidad de disfrutar viendo a un José Sacristán perfecto y estupendo como siempre. La fotografía es preciosa, Miguel Llorens sabe aprovechar al máximo la belleza de la isla. Una historia que emociona. Muy recomendable.
La hora de la siesta era mágica, el sol ardía y nuestra imaginación volaba. Muy despacito, sin hacer ruido abría la puerta de casa y comenzaba la aventura.
La vereda y la calle desiertas eran solo nuestras. Lucía, Juan, Manuel, María y yo teníamos una cita ineludible, nos sentábamos debajo de un árbol a contar historias, el periplo seguía hasta los frutales de Don Pedro, el viejo de los higos.
Nuestra calle era de tierra, ancha, tranquila y arbolada con paraísos, en primavera se cubrían de flores azules que parecían trocitos de cielo, aún recuerdo ese aroma único. Y las mariposas, las había de todos los colores, competíamos a quién atrapaba la más rara. Las casas no tenían tapias y en la calle podíamos jugar y andar en bici libres como el viento.
El sol quemaba más que de costumbre aquel día, pero los higos de almíbar eran nuestra tentación.
Lucía apresurada, trepó a la higuera y resbaló raspándose las rodillas, estábamos reprochando su prisa cuando Manuel nos hizo señal de callarnos.
─¡Chissst!!! ¡chissss!!, ahí viene Coco¡a escondernos! Rápido nos ocultamos.
Coco, así le llamaban en el pueblo; era un "linyera", un vagabundo, iba en un carro tirado por un caballo flaco, sus bolsas y trastos colgando, una barba espesa le cubría casi todo el rostro. Se tejían muchas historias acerca de él, algunos decían que había sido abogado en sus tiempos, y debido a una desgracia acabó así, nosotros le temíamos, tal vez por aquel mandato atávico de "No hables con desconocidos".
Nos empujábamos unos a otros para poder mirar, de pronto, el hombre baja del carro con dificultad, tambalea, se quita el sombrero y agarra su cabeza con las dos manos,
María grita ─¡está borracho!! lo ven ¡¡¡uyyyy!!! ¡se va a caer!!-
─¡Te quieres callar!─dice Manuel.
En ese momento el hombre se desploma, y queda tendido al costado del carro, nos miramos sin saber qué hacer, hasta que Juan pregunta:
─¿Tenemos que avisar a alguien, no?
En un salto estoy en casa.
─¡Papá, papá!!-
─¿Qué pasa?
─Coco, el linyera, está tirado en la calle, ¡¡está muerto!!
─Trae un poco de agua ¡vamos!
Los chicos habían salido de su escondite y rodeaban a mi padre. Le moja la cara, le da de beber, el hombre poco a poco va recuperando el sentido, le ayudamos a sentarse a la sombra.
─Tiene que cuidarse a estas horas de este sol endiablado, Don─ dice mi padre.
El otoño ha pincelado de ocres y dorados los árboles, una rosa temprana perfuma el jardín, un carro con un caballo flaco se acerca, corremos a su encuentro, Coco nos saluda agitando la mano, con su sonrisa triste y su mirada agradecida.
Cuando vuelvo a mi pueblo busco aquel tiempo sin tiempo, esa infancia de juegos simples, de inocencia, al cerrar los ojos creo escuchar nuestras risas frescas y sentir el aroma dulce de los paraísos, pero las mariposas ya no están.