domingo, 28 de abril de 2019

Como en el Ritz

Se conocieron un verano en París. Alice viajaba sola por trabajo y Daniel en una de sus habituales escapadas, aventurero y bohemio, sin arraigo en ningún sitio, con casi nada en los bolsillos. Se encontraron en una patisserie y con el delicioso olor a pan recién hecho de por medio se reconocieron en un mismo idioma. No preguntaron casi nada uno del otro. Y pocos días después  en aquel viejo hotelito, donde era mejor no mirar debajo de la cama, se hicieron amantes.
¡Ella está tan bonita y elegante esta noche! con el sencillo vestido de algodón que lleva. Él impecable, con una camisa blanca. Solo unas velitas a medio consumir iluminan la estancia, la luna que esta noche derrocha su luz sobre el mar se hace cómplice de la cita.
Desde la pequeña cocina invaden la terraza una mezcla de deliciosos aromas. En el centro de la mesa luce como un trofeo una sopera antigua, un regalo heredado. El fino mantel de lino bordado que Alice trajo en su valija le da un toque sofisticado a la pequeña mesa de madera desgastada. Los cubiertos y la vajilla de loza blanca también son herencia que le dejó la abuela a Daniel. Ellos se sienten felices y tan a gusto como si estuvieran cenando en el mismo Ritz.
Daniel preparó la crema de puerros con todo mimo. Las verduras finamente cortadas, con el toque dulce que le dan las zanahorias tiernas. Un pan, unos pequeños trozos de queso y unos higos en su almíbar esperan para después en un plato de porcelana.
─¿Recuerdas el frío de las noches de aquel verano en París?─ dice Alice.
─¡Igual que esta noche amor, pero ahora tan lejano!─contesta Daniel.
La terracita está perfumada por las hierbas aromáticas que en unas macetas olvidó un inquilino italiano en el pequeño patio del edificio. No tienen prisa, los sabores exquisitos y una copa del mejor vino blanco que Daniel se ha permitido comprar los hace soñar. Cuando están juntos nada es importante, olvidan todo lo cotidiano. Solo ellos dos, no necesitan nada más.

La música suena muy bajita en la radio. Una brisa fresca hace temblar la luz de las velitas. Ellos se abrazan y se besan ajenos al mañana. Así lo pactaron, sin reproches, sin esperas. Las horas se escapan como agua entre los dedos, la primera luz del amanecer se cuela por la ventana apenas entreabierta y sentencia implacable el final. No quieren pensar, ni saber si en una noche de niebla, en un amanecer cualquiera la despedida será  para siempre. 
Comparten un último café. Alice acomoda la ropa en su pequeña maleta,  mientras desde su móvil titila en azul un insistente mensaje:
"Cariño, ¿llegarás a tiempo? te espero en el aeropuerto, te quiero.."