sábado, 23 de febrero de 2019

La niña y el mar


Un gris tenue tiñe la tarde, las gaviotas graznan inquietas, a Angélica le gustaría entender qué dicen, pero nadie entiende el canto de las aves.
 Baja a la playa día tras día a esperar el regreso de su padre. Angélica tiene cinco años, posee una belleza natural e inocente, su vestido blanco parece estar hecho con la espuma que besa la orilla. Pensativa contempla las olas, el mar se agita indomable y violento, la bruma como una cortina fría y sedosa envuelve el paisaje, otros días se muestra sereno y parece jugar rozando apenas la playa. 

Su mirada siempre está fija en el horizonte, nada la distrae. Sentada sobre la arena, inmóvil, la ansiedad se refleja en su bello rostro. Así permanece mientras transcurre el tiempo inexorable hasta que aparece en el horizonte apenas un puntito muy lejano. Angélica no sabe calcular el tiempo, hasta que por fin se distingue un barco que se acerca, es entonces cuando una tímida sonrisa ilumina su rostro y cree ver lo que su corazón anhela.

El viento huele a sal y a desconsuelo, cómplice borra los garabatos que ella dibujó en la arena, las gaviotas vuelan en círculo, una se posa junto a ella, Angélica siente temor al recordar una leyenda que le contó su madre.

Le pregunta a las olas el porqué de la espera inútil, pero el mar no sabe de respuestas. Nubarrones amenazantes cubren el cielo. Una historia de dolor se teje en la oscuridad, no es el barco de su padre el que se acerca.
La voz de su madre la reclama nerviosa mientras baja la colina:

─¡Angélica, tienes que volver a casa, va a llover y es muy tarde ya!

─¿Mamá, cuándo vendrá papá?

─Volverá hija, cuando acabe de faenar, volverá ya lo verás.

La coge de la mano, recorren el camino en silencio hasta llegar a la casa. Con los últimos rayos de luz del atardecer naufraga una vez más la sutil esperanza del regreso, hasta que comience un nuevo día.


****

Angélica aún conserva ese candor que la distingue y su dulce sonrisa. No ha sido nada fácil regresar para ella. Abre la puerta despacio, entra en el salón, siente frío, el frío húmedo del  mar que se cuela por el ventanal. Un sinfín de sensaciones vuelven a su memoria. Reviven los aromas familiares y el dulce eco de las voces amadas, recorre con una mirada todo el entorno para luego contemplar el cuadro que domina la pared desgastada. Angélica se reconoce con su vestidito de espuma. Siempre ha estado ahí, junto al sillón preferido de su padre, se sienta, se arrebuja y cierra los ojos para evocar su presencia. 
La ausencia y el silencio impregnan la estancia, unos pocos rayos dorados del atardecer se cuelan curiosos y parecen querer poner su nota de tibieza. Se acerca al cuadro y se detiene en la firma que con el paso del tiempo es apenas visible, solo recuerda que la muchacha la observaba mientras pintaba. 
Acaricia la imagen de la pequeña con ternura, muy suave, como si la quisiera mimar y proteger para siempre..

 

  Ilustración: Pintura al óleo - Sally Swatland -