La maldita epidemia de la fiebre de aquellos
años que diezmó la vida de miles de personas, le arrebató a su joven madre, una
bella muchacha llamada Sofía cuando él acababa de cumplir cinco años.
Sus abuelos eran su única familia, lo criaron y educaron con
todo el amor que fueron capaces de dar cargando
el inmenso dolor por la muerte de su
hija. Para ellos ese niño no era solo su nieto, lo era todo, su alegría, la vida entera.
Un pensamiento cada vez más inquietante comenzó a desvelar las
noches de los abuelos ya mayores. Día tras día, hasta que por fin la tremenda
decisión fue tomada. Iría con su padre a Argentina, aquel desconocido que vivía
en una lejana tierra, de quien no sabía nada, solo que era su padre.
En su inocencia y juventud no entendía por qué tenía que partir,
dejar su hogar, sus queridos abuelos, su aldea, sus montañas. Una pena inmensa
inundaba su alma, su vida se había fragmentado. No había explicación que él
pudiera comprender.
Recorre cada rincón de la
aldea, como si quisiera guardar en su retina los colores de sus montañas, los
aromas de su infancia. La abuela guarda unas pocas cosas en una pequeña
maleta y con cada una de ellas siente que se va su vida.
El tiempo implacable marcó
el día en que debía partir y así la
despedida. El abrazo único, entrañable y en ese abrazo el adiós. La angustia en la certeza que nunca más
volverán a verse, nunca más.
El cielo azul se oscureció, la tristeza del adiós lo tiñó de
grises y de sombras. Lloraron los abuelos lágrimas de impotencia ante el deber mientras el corazón se negaba.
Un inmenso vacío es todo lo que les queda a Agustín y a Neves, el amor, la ternura, la alegría se
ha ido con su amado nieto.
Se marcha sin mirar atrás. No sabe hacia dónde va ni qué le
aguarda del otro lado del océano. El barco que lo lleva navega en un mar de incertidumbre.
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Transcurre el tiempo y el joven aprende a querer a su nuevo terruño,
el dolor va desapareciendo y se arraiga a las llanuras donde el trigo dorado se
mece al vaivén de los vientos de la pampa. En Alberti, un pueblo de la provincia de Buenos Aires se afinca “o mozo galego” con su padre y
aprende a trabajar la tierra. A pesar que este es un hombre hosco, distante y no
demuestra ningún afecto Pepe trata de
superarlo. En la soledad de su pequeño cuarto por las noches cuando cierra los
ojos piensa en los abuelos, en su Galicia y llora en silencio.
Los hilos del destino y la vida se encargaron de continuar la
historia. Una hermosa muchacha de la
ciudad es designada a una escuela rural para ejercer su profesión de maestra. El
amor unió a Pepe y a Estela, la joven maestra, con la que más tarde contrajo
matrimonio. La vida lo había recompensado. Con
su mujer y sus tres hijos ya tenía su familia. Nunca más
estaría solo.
La felicidad lo acarició
como una delicada mariposa. En la mirada de sus ojos oscuros no podía disimular
la morriña cuando hablaba de su aldea allá en su Galicia.
A menudo surgían en la mente lúcida los recuerdos lejanos pero
vívidos del abuelo.
(El abuelo - Alberto Cortez - fragmento)
Con inmenso cariño a la memoria de Don José Rios Vázquez, el abuelo Pepe. Ejemplo de honestidad y de nobleza. Un español de Galicia, que conservaba su acento y sus maneras de decir. Tomaba mate con torrijas, mientras escuchaba su música preferida, el tango.