Pedro
apura el paso, cada tanto voltea, tiene la certeza de que alguien lo sigue.
Cada
vez más cerca, puede sentir el respirar jadeante, el chasquido de la hierba al
quebrarse. Solo piensa en la mala idea que ha tenido en querer volver andando. Se lo habían advertido, ahora es tarde para arrepentirse. Ya casi alcanza la carretera, las
luces de un coche lo enceguecen. Al llegar junto a él se
detiene, la muchacha al volante le abre la portezuela, y con un gesto seductor
lo invita a subir.
─¿Puedes
llevarme hasta el pueblo?─ pregunta ansioso.
─¡Claro!
voy para allí.
Pedro
no lo piensa, no tiene tiempo. Sube de prisa, se sienta y suspira aliviado.
La
conductora, vestido negro, cabello negro y unos ojos negros de mirada
penetrante lo observa por el espejo retrovisor.
─
¿No te da miedo levantar a un desconocido en el camino a estas horas? pregunta
Pedro.
─No,
no tengo miedo.
─
¿Y si es alguien que te quisiera robar, qué harías?
─No
pienso en eso.
─¿Y
si alguna vez intentaran matarte?
─
No, nunca tengo miedo.
─
Creí que me seguían, fue horrible, por suerte apareciste.
─
Entiendo, pero no sé qué es el miedo. Yo debo hacer mi trabajo.
─¿Y
qué es lo que haces?
En
la siguiente curva acelera a la máxima velocidad ante el estupor de Pedro, que
no atina a pronunciar palabra alguna y se desvía del camino sin control por la
pendiente hacia el acantilado.
La
misteriosa conductora del vestido y los ojos negros contempla en lo profundo
del precipicio el coche destrozado entre las piedras, iluminado por la fría luz
de la luna.
Sonríe
con una mueca macabra, acomoda displicente su largo cabello negro, y se desvanece
en la noche..