Estaba
muy molesto, dijo que no podía más, que esto lo colmaba todo, nervioso
se restregaba las manos. Nunca lo había visto así, él, que era un
ejemplo de paciencia y dulzura, lo desconocía. Fue entonces cuando afirmó que
me abandonaba, que nunca había tenido que proteger a alguien como yo, tan imprevisible, que me
ponía en situaciones de riesgo y que tenía la cabeza dura como piedra. Que no lo llamara. Dio un
portazo y se fue. Me senté en mi cama,
afligida, no sabía que hacer. Como sería mi vida desde ahora sin él. Al cabo de
un rato, aparté un poco las cortinas y ahí estaba, en la vereda de enfrente, mirando
hacia mi ventana, haciendo ademán de cruzar de nuevo la calle, con su luz y su
ternura. Suspiré aliviada, mi Ángel de la Guarda ya no estaba enfadado…