La hora de la siesta era mágica, el sol ardía y nuestra imaginación volaba. La vereda y las calles desiertas eran nuestras. Con Lucía, Juan, Manuel y María teníamos una cita ineludible, nos sentábamos debajo de nuestro árbol a contar historias, luego el periplo seguía hasta los frutales de Don Pedro, "el viejo de los higos", como le decía María.
Nuestra calle era de tierra, ancha, tranquila y arbolada con paraísos, al comenzar la primavera se cubrían de flores azules que parecían trocitos de cielo, aún recuerdo ese aroma único. Las casas no tenían tapias, todos nos conocíamos, nuestro pueblo era una extensión del campo con trigales que el aire húmedo de la pampa agitaba como rubias cabelleras, la vista no alcanzaba a divisar el horizonte donde pastaban las vacas curiosas que se acercaban al alambrado cuando pasaba alguien en coche o a caballo.
En la calle podíamos jugar y andar en bici libres como el viento. Era la hora de las mariposas, las había de todos los colores, jugábamos a quién atrapaba la más rara.
El sol quemaba más que de costumbre aquel día, pero los higos de almíbar eran nuestra tentación. Lucía apresurada trepó a la higuera, resbaló y se raspó las rodillas, le estábamos regañando cuando Manuel nos hizo señal de callarnos.
─¡¡Chissst ...chissss, ahí viene Coco, a escondernos!!
Rápido nos ocultamos. Coco, así le llamaban en el pueblo; era un "linyera", un vagabundo, iba en un carro tirado por un caballo flaco, sus bolsas y trastos colgando, una barba espesa le cubría casi todo el rostro. Se tejían muchas historias acerca de él, algunos decían que había sido un gran abogado en sus tiempos y debido a una desgracia familiar acabó así, nosotros le temíamos, tal vez por aquel mandato atávico que nos repetían..."No hables con desconocidos".
Desde nuestro escondite lo observábamos, de pronto, el hombre baja del carro con dificultad, se tambalea, se quita el sombrero y agarra su cabeza con las dos manos con un gesto de dolor.
María grita ─¡Está borracho, lo ven...uyyyy se va a caer!!-
─¡Te quieres callar!─ dice Manuel.
En ese momento el hombre se desploma, y queda tendido al costado del carro, nos miramos sin saber qué hacer, hasta que Juan grita:
─¡Tenemos que avisar a alguien, no les parece!!
Mi casa era la que se encontraba más cerca, en un momento estoy allí.
─¡Papá, papá!!-
─¿Qué pasa hija?
─¡Coco, el linyera, está tirado en la calle, está muerto!!
─Pronto, trae una jarra de agua fresca, voy ahora mismo.
Los chicos habían salido de su escondite y rodeaban a mi padre mientras él le refrescaba la cara, le daba de beber, el hombre poco a poco iba recuperando el sentido, entre todos le ayudamos a mi padre a sentarlo a la sombra fresca de los árboles.
─Don, tiene que cuidarse a estas horas de este sol endiablado y beber agua. Dice mi padre.
El otoño ha pincelado los árboles de ocres, una rosa tardía perfuma el jardín, un carro con un caballo flaco se acerca, vamos a su encuentro. Coco nos saluda agitando la mano, con su sonrisa triste y su mirada agradecida. Le devolvemos el saludo y corremos entre risas detrás de su carro, ya no le tememos. Cada vez que Coco viene por nuestra calle le ayudamos con ropa, alimentos, lo que cada uno puede, una manera de demostrarle nuestro afecto. Nos ha enseñado una lección para toda la vida.
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Cuando vuelvo a mi pueblo busco aquel tiempo sin tiempo, esa infancia de juegos simples, de inocencia. Al cerrar los ojos creo escuchar nuestras risas frescas y sentir el aroma dulce de los paraísos... las mariposas ya no están.
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