Entré en el café y me senté junto a la ventana. En una mesa cercana un hombre leía abstraído. De pronto se levantó, comenzó a recoger sus cosas y se marchó.
El libro de tapas verdes quedó sobre la mesa, solo, desprotegido, huérfano.
Esperé unos minutos interminables, tal vez volviese por él.
Parecía que nadie reparaba en el libro. Seguro a ninguno le importaba que estuviera allí. Me sentía como atado a mi silla, como si ella me impidiera levantarme. Por fin me animé y al descuido, sin mirar a nadie, lo tomé con suavidad, como quien acaricia a un niño.
Él se dejó abrazar. Salí del bar, caminando de prisa, cuando había andado tres calles, me detuve y miré su portada.
En letras de color naranja, se leía: Ladrones de Libros.
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